Nido de Avispas
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Relato enviado al curso nº2

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Mensaje  alherrero Vie Mayo 14, 2010 1:53 pm

Hola amigos:


Os dejo para que tengáis a bien ofrecer vuestros comentarios y opiniones el relato de la segunda quincena del curso.


Buena Esperanza, queda dicho

Tras el almuerzo, el rey y sus más allegados de la Corte conferenciaban con enardecimiento en el Salón de las Conquistas del Castillo de San Jorge. Esta estancia de vastas dimensiones era así llamada por ser donde el rey Joao disfrutaba departiendo con sus navegantes. Por boca de estos se relataban las más interesantes y, por momentos, interesadas vicisitudes de sus viajes allende los mares en busca de nuevas tierras o de nuevas rutas. El Reino de Portugal era, en esa época de finales del siglo XV, una potencia marítima en dura pugna con los Reinos de Castilla y Aragón y con la Corona inglesa.

Enfrascados en sus disquisiciones como estaban los ilustres de Palacio, fueron de improviso acallados por los golpes procedentes del portalón de acceso a la gran sala. El guardián de la puerta abrió y un doncel de no muy elevada estatura entró con celeridad, como si tuviera necesidad de desahogarse rápidamente. Llegó a escasos dos metros del corrillo en el que se encontraba el monarca y con una prolongada reverencia doblando la espalda llamó la atención de su señor:

—¡Majestad!
El rey se volvió hacia él con parsimonia y una tenue sonrisa en los labios, provocada seguramente por las observaciones que en ese momento el duque de Brabante (uno de los más fantasiosos exponiendo historias de ultramar) estaría realizando sobre cualquier acontecimiento que a sus oídos hubiera llegado.

—Levántate, Pedro, muchacho, y dime cuál es la cuestión que con tanto desasosiego te trae.
—Señor, están esperando a ser recibidos, el capitán Bartolomeu Dias y tres de sus marinos— anunció el paje una vez puesto en pie.
—¡Ah, magnífico! —exclamó el rey dirigiendo una mirada general al resto de los congregados—. ¡Qué pasen enseguida, vamos!

El capitán Bartolomeu Dias acababa de regresar de una expedición que Joao II, casi tres años atrás, le había encomendado para explorar los confines del continente africano. Como su tío abuelo Enrique, llamado el Navegante por sus desmesuradas ansias por ensanchar a través del mar el prestigio de la patria lusa, el actual monarca pensó, con gran lógica y sensatez, que el Océano Atlántico rodearía las tierras africanas en algún lugar para dirigirse hacia el este. ¿Y qué interés perseguía? Obviamente llegar por mar a las Indias y a las tierras orientales con quienes el comercio se estaba convirtiendo en vital para el progreso de los imperios europeos: especias, sedas, cítricos… y muchos otros productos autóctonos de gran valor.

Joao era ante todo hombre de gobierno, de autoridad, que ejercía su poder sabiéndose dueño de los destinos de su pueblo. Pocos años antes, algunos nobles intentaron conspirar contra su poderío y su inteligencia y sólo consiguieron que elevara su supremacía. Cuando concluyeron las intrigas y los lances subversivos, el soberano portugués hizo saber a los hidalgos más díscolos, no directamente (no volvió a recibirlos) sino a través de mensajeros, que sería siempre señor de los señores y nunca vasallo de los vasallos. Pero además velaba porque sus sueños de ser la cabeza del Imperio de mayor esplendor y hegemonía del mundo civilizado (gracias a la apertura de nuevas rutas marítimas) deberían revertir en sus súbditos de una manera cierta. Le gustaba hacer divulgar por las calles las conquistas y los descubrimientos para que aldeanos, campesinos, comerciantes, tanto privilegiados como menesterosos, en definitiva, todas las gentes de bien, fueran partícipes de los logros de la patria. En muchos ambientes del Reino, pero fundamentalmente en el extranjero, empezaron a apodarle el Príncipe Perfecto. Se llegó a decir que Nicolás Maquiavelo, el insigne escritor florentino, basó buena parte de las argumentaciones doctrinales de su obra “El Príncipe” en las artes políticas que el rey Joao II desplegó en su gobernanza.

—Señor —el capitán Dias hincó una rodilla a la par que los tres hombres que le acompañaban hacían lo mismo pero en un segundo plano.
—¡Vamos, alzaos enseguida, capitán! —ordenó con impaciencia el rey—. Espero que hayáis tenido tiempo de reposar como deseabais, así que contad ahora vuestras aventuras, os lo ruego.

La expedición de Bartolemeu Dias había arribado al puerto de Lisboa el día anterior, un nada frío mediodía de Diciembre de 1488. En una sola carabela (tres barcos partieron dieciséis meses antes) llegaron diecinueve hombres, extenuados, enfermos, abatidos, con el alma aún constreñido por los acontecimientos soportados que el capitán se disponía a relatar. El soberano, a pesar de la ansiedad tan profunda que le corroía en su interior, había permitido descansar durante toda la noche a la tripulación recién llegada, antes de escuchar las buenas nuevas. Y sabía que las noticias eran, como mínimo, airosas porque Dias había mandado recado nada más fondear en el que aprovechó para pedir a su señor demorar la audiencia hasta el día siguiente. Al escuchar de labios del mensajero el deplorable estado del barco y la tripulación, concedió la prerrogativa sin dudarlo.

A una indicación del soberano, todos los caballeros reunidos en el Salón de las Conquistas se acomodaron alrededor de los muros: unos sentados en sillones de madera, otros de pie apoyados en los paredones, pero todos expectantes con las orejas erguidas cual liebres a la espera de una historia que se presumía inquietante. Y así fue, porque durante el tiempo que duró la turbadora narración del capitán Dias nadie osó mover un ápice su cuerpo, ni emitir siquiera rumor alguno.

—Como vuestra majestad nos encomendó —comenzó el capitán Bartolomeu Dias la fatídica historia—, partimos del puerto de Lisboa en el día del Señor del 3 de agosto de 1487, consagrando a Dios Todopoderoso y a la excelsa magnanimidad de vuestra señoría el buen fin de la expedición. Habíamos necesitado casi diez meses para poner a punto una pequeña flota de tres embarcaciones que vuestra majestad se dignó en poner bajo mi mando: dos hermosas carabelas —la Santa Elena y la Dormente— y una nave de provisiones para apoyar el largo e incierto viaje que nos esperaba. Reclutamos una dotación de algo más de ochenta hombres en total. Presentes están aquí conmigo: mi maestre en la Santa Elena, Luiz Guimaraes; el ilustre Pero D’alemquert, que está escribiendo las crónicas del viaje; y el marino Rui Lombao, que tuvo un comportamiento ejemplar durante la travesía. —Los tres hicieron una genuflexión—. Atravesamos con gran placidez las islas Canarias y llegamos a las Cabo Verde, donde atracamos en el fondeadero de Ribeira Grande para abastecernos de la mayor parte de los víveres y vituallas que estimamos necesarios. Presumí que a partir de este punto ningún puerto sería ya apropiado para aprovisionarse, así que llenamos nuestras bodegas lo más que pudimos. Terminadas estas labores continuamos la navegación sin perder de vista la costa occidental.

«Mantuvimos rumbo sur con vientos suaves pero firmes, lo que nos permitía surcar el mar con tranquilidad. Como los hombres trabajaban vivaces y animosos les permití con cierta complacencia disponer de algunas veladas de jarana y divertimentos. Los días eran largos y el trabajo pesado como en cualquier embarcación de cierta envergadura, pero llevadero por unos hombres que, dicho sea de paso, fueron escogidos entre lo mejor de la marinería de la ciudad. Evidentemente, aunque sabíamos de la incertidumbre de nuestra misión, en ese momento no teníamos idea de la magnitud del desastre que había de acaecernos. Así que durante los primeros cuatro meses de ruta resultó una singladura apacible, con chanzas y alborozos.

«En la desembocadura del río Zaire, como lo denominó vuestro fiel capitán y buen amigo mío Diego Cao al descubrirlo allá por 1484, hicimos desembarcar a los cuatro siervos negros que vuestra majestad reclutó para que fueran emisarios de nuestras exploraciones africanas. Según vuestras indicaciones debían adentrarse por los poblados del continente para explicar nuestras misiones y bondadosas intenciones. Vestidos de europeos, habían de ofrecer una imagen de convivencia entre los dos pueblos, el europeo y el africano, y servir además para alentar el comercio con el Reino. Fue una idea vuestra, Majestad, y la cumplimos —el monarca asintió de modo complaciente—. Pero debo deciros que a la vuelta, dadas las circunstancias, no tuvimos ni fuerzas ni voluntades para recuperarlos por lo que habrá de ser una nueva expedición la que se adentre en el corazón del continente para localizarlos (si es que viven) —el monarca asintió de nuevo, pero esta vez con aire menos indulgente aunque sin hacer comentario alguno.

«Volvimos a costear rumbo sur, pero pronto empezamos a soportar vientos meridionales mezclados con fuertes rachas del sudoeste. La tripulación hubo de esforzarse todo lo que pudo por mantener un ritmo adecuado frente a ese vendaval que nos azotaba de cara. Las carabelas aguantaban como podían pero el buque de carga, menos preparado para esa contingencia, avanzaba de una forma absolutamente torpe e inútil. Llegamos a latitudes nunca antes alcanzadas. En una ensenada de las tierras de los Nama (como pudimos saber por los nativos que allí encontramos) aguardamos durante unos días frustrantes e interminables a que amainaran o rolaran los vientos, pero el destino no nos era propicio. Tras arduas discusiones con mis alféreces y maestres decidimos dejar el carguero en la bahía y continuar con las carabelas. Enseguida comprobamos que estas se mostraban más capaces, pero llegó un punto en que la tempestad se tornó muy furiosa, avivada por esos persistentes y enérgicos vientos australes. Los rumores de deseos de dar marcha atrás y no proseguir comenzaron a ronronear por la cubierta de forma abrumadora. Nadie, ni oficiales, ni marineros se atrevían a proponerlo, pero en la cabeza de todos estaba que yo había de tomar la decisión de interrumpir vuestra encomienda. Mi sentimiento, Señor, era confuso. Cierto es, que la costa seguía alargándose y alargándose hacia el sur y se mostraba interminable. Pero no, por todos los Santos, no podía regresar sin intentarlo. Vuestra Majestad había depositado en mí una fe que yo no debía defraudar; a ello se unía la tradición de mis antepasados, todos ellos navegantes al servicio del Reino, con los que me sentía obligado. Con gran decepción, pero también, he de decir, con gran sentido de lealtad y de obediencia debida, mis hombres acataron, previa enardecida arenga de por medio, la decisión de continuar la misión.

«Hice alterar el rumbo y viramos mar adentro para buscar otras corrientes y otros aires menos impetuosos. Estuvimos haciendo bordadas en medio del océano en espera de vientos de poniente, pero el temporal empeoraba y cada vez nos alejábamos más del litoral. Durante más de tres semanas la galerna fue tan terrible que algunos marineros comenzaron a hablar de leyendas y desatinos. Por el barco circuló el nombre del gigante Adamastor quien, según los nativos, habitaba los mares del fin de la tierra de África y no permitía a nadie circunvalar hacia las aguas del otro lado del continente. Y de repente creí, y ruego clemencia por ello a vuestra Majestad porque sé que no debo escuchar supersticiones ni mitologías que aturdan la mente, que el tan temible monstruo marino había aparecido cuando surgió como de la nada una ola de colosales dimensiones que en todos mis años de navegación jamás había contemplado, creedme debían de ser cerca de treinta varas de altura, casi como las torres de la Catedral de Santa María —las exclamaciones salpicaron de pánico y asombro el Salón de las Conquistas—. La extraordinaria y mortífera ola, Dios mío, que más bien parecía un muro de piedra y fuego blanquecino, engulló a la Dormente hundiéndola sin remisión en las profundidades del océano y tambaleó con fuerza a la Santa Elena, aunque ésta consiguió mantenerse a flote tras el impacto tan demoledor que soportó. Tras unos minutos eternos de pavor y desconcierto pasó el gigante monstruoso. Cuando los hombres más férreos tornaron a serenarse, empezamos a recomponer la arboladura y la cubierta y salvamos a los pocos hombres de la Dormente, —sólo diez—, que habían logrado salir a la superficie y se habían agarrado a cualquier pieza desprendida de la carabela sucumbida. En la Santa Elena hubo catorce bajas. Poco después, la tempestad continuó con olas, que aunque grandes aún, no nos parecían ya tan temibles.

«Pasó la tormenta y por fin ligeros vientos del oeste empezaron a soplar. Reuní a la tripulación para agradecer el esfuerzo realizado y ordené unas plegarias por los hombres perecidos en honrosa actitud ante la adversidad: solicito humildemente de vuestra Majestad el reconocimiento que tengáis a bien considerar para estos marinos. El viaje, como vuesas mercedes entenderán, ya no fue igual desde entonces. Decidí que era momento de volver, así que pusimos rumbo este hacia la costa para emprender el viaje de retorno. Pero los días empezaron a sucederse y la costa no aparecía. ¿Tanto nos había desviado la tempestad? No tenía una noción segura de la distancia a la que podíamos encontrarnos, pero no me pareció normal. Debatí con los oficiales que aún restaban en la nao y decidimos que lo mejor sería poner rumbo nordeste y así acortar trayecto. En algún momento, opinaban, tendríamos que avistar el anhelado litoral africano. Las fuerzas de los marineros empezaban a escasear, habíamos perdido toda la carga de la Dormente y la Santa Elena sufrió también importantes pérdidas de víveres a causa de una vía de agua que la tremenda ola de Adamastor provocó en las bodegas. Afortunadamente se pudo reparar el hueco en el casco, pero la despensa quedó muy mermada.

«Y la costa seguía sin divisarse. La angustia, unida al hambre, el escorbuto y las fiebres que empezaron a brotar, provocaban situaciones dificultosas. Gracias a la pericia y buen hacer de mi fiel maestre Luiz Guimaraes, aquí presente —y Dias se volvió para señalarle, a la par que el oficial asentía—, se pudo mantener el orden en la nave. Por fin, la desazón cesó cuando uno de mis marineros, Rui Lombao, véanlo vuesas mercedes también junto a nosotros —y se volvió para señalar esta vez al tripulante, aunque este no se atrevió a saludar—, voceó desde proa con enorme alborozo el avistamiento de la tierra africana. El navío se convirtió en un gran festejo aquel 3 de febrero de 1488. Yo me uní a la celebración, aunque de improviso y con cierto sigilo, Nuno Rubinho, uno de los contramaestres de la Dormente que fue rescatado de la ola ciclópea, se me acercó y me solicitó audiencia. Se la concedí de inmediato y comentó que el horizonte que teníamos a nuestra vista no cuadraba. “Mirad la brújula, Capitán”, me dijo, “si es la costa occidental debería ir de Norte a Sur, pero observad, señor, navegamos hacia el este siguiendo ese litoral, por lo que la tierra que vemos va pues de este a oeste”. Rápidamente comprendí que la costa había cambiado de dirección: navegábamos hacia el levante, por lo que habíamos llegado al extremo del territorio africano, es decir, estábamos doblando el continente —el rey Joao pleno de satisfacción expresó un entusiasmado gesto por lo que estaba escuchando y comenzó a palmear con euforia; de inmediato, el resto de los reunidos le siguieron en aclamaciones y vítores hasta que una señal del monarca los apaciguó para poder ordenar al capitán Dias que prosiguiese con el relato. Bartolomeu Dias observó los exultantes rostros que su historia estaba provocando y le produjo cierto sonrojo.

«Mantuvimos con buen ritmo de avance la dirección este hasta alcanzar una punta que nos hizo virar hacia el norte para poder seguir el borde un tanto abrupto de las tierras que divisábamos. Convoqué en cubierta a la tripulación y proclamé: “Oficiales, contramaestres, marineros: estamos avistando la costa oriental de Africa por lo que hemos dado la vuelta al continente”. Los hombres jalearon con satisfacción la noticia: se había logrado el objetivo de la expedición. Pero enseguida sintieron en sus carnes de nuevo su precaria situación y la ausencia de los compañeros devorados por el mar tan extremadamente duro que nos habíamos encontrado en estas latitudes. La carabela se encontraba en un estado lamentable: el casco muy agujereado, el palo mayor el único enhiesto, los aparejos ampliamente desgarrados, y las voluntades, mi Señor, a pesar de los trascendentes descubrimientos, tras más de ocho meses sin pisar tierra firme, estaban desquiciadas. Con poco convencimiento, os lo reconozco, intenté persuadir a los hombres que valorasen la posibilidad de continuar. Si encontrábamos un buen puerto, intenté argumentar, quizá podríamos restaurar la carabela, avituallarnos convenientemente y adentrarnos en el océano oriental en busca de las Indias. No lo conseguí: la negativa fue rotunda. Sólo mi leal Guimaraes daba su conformidad. No quedó fuera de mi comprensión el sentir de tan aguerridos navegantes y fue mi decisión dar la vuelta. Al fin y al cabo la ruta estaba abierta.

«Durante el retorno avistamos lo que parecía ser la punta más meridional de África. Decidí que se llamaría el cabo de las Tormentas, porque nuevamente volvimos a sufrir en la zona un tremendo mar enardecido. No sé cómo conseguimos atravesar el encabritado oleaje, pero una vez que amainó, más al norte y con vientos favorables esta vez, alcanzamos la bahía donde habíamos prescindido del navío de carga para ser más ágiles. Y allí nos dimos cuenta de que nuestras desgracias no habían acabado. Encontramos un espectáculo espeluznante: todos los tripulantes del carguero habían muerto. Unos de hambre, otros enfermos y los más, simplemente habían desaparecido. Observamos huellas y rastros seguramente de nativos poco amistosos quienes debieron atacar a nuestros hombres —el monarca no pudo contener una mueca de profunda decepción y desagrado—. Enfilamos rumbo norte con un absoluto desencanto y abatimiento. Aún fallecieron varios tripulantes más en el regreso. Y en el día de ayer, como ya sabéis, arribamos a nuestra amada tierra portuguesa.


El silencio y los semblantes estremecidos se apoderaron de los muros del Salón de las Conquistas. El rey se puso en pie con un sonoro suspiro. El capitán Dias y los tres escuderos que le acompañaban se sobrecogieron también por el estupor causado.

Finalmente, el rey habló:
—Capitán, acercaos, os lo ruego.
Bartolomeu Dias cumplió la petición.
—Y vuestros hombres también.
Así lo hicieron.
—Es mi deber felicitaros porque habéis satisfecho los sueños que los portugueses teníamos depositados en vuestro esfuerzo. Sé que el sacrificio ha sido muy elevado y todos aquellos que han dado la vida por engrandecer la honra y el renombre de nuestra Patria recibirán los honores que sin duda merecen. Gracias a vuestro pundonor y fortaleza, capitán, el Reino podrá aprovechar una ruta navegable a las Indias. Debéis sentiros orgulloso. Y llegarán épocas de esplendor para nuestro Imperio porque el comercio con Oriente florecerá hasta cotas nunca imaginadas. Todo merced al brío de unos hombres audaces y vigorosos como vosotros.

El capitán Bartolomeu Dias, su maestre Luis Guimaraes, el escribiente Pero D’alemquert y Rui Lombao, marinero que se había ganado el insigne honor de ser el primero en avistar tierra en los confines de África, hincaron su rodilla en las piedras lustradas de la sala en señal de acatamiento a los empeños de su soberano.

—Una única cosa más debo deciros, capitán: ese famoso saliente de la costa extrema del continente al que vos llamasteis, no sin acierto, cabo de las Tormentas, ha de recibir el nombre de Cabo de la Buena Esperanza, como voluntad y anhelo de las esperanzas depositadas en la era que ante todos nosotros se abre. Queda dicho.

Los hidalgos de la Corte lusa se aproximaron exultantes a los insignes descubridores profiriendo alabanzas y parabienes. Aunque no lo hicieron todos. Uno de los presentes, el genovés Cristóbal Colon, muy atento a la narración por cierto, se escabulló de las celebraciones al tener la clara convicción de que su proyecto —llevaba años tratando de convencer al rey portugués para que patrocinase una expedición oceánica a las Indias por una nueva ruta occidental— quedaba sin oportunidades ante las posibilidades de la travesía oriental abierta por el navegante Dias. Vio con total certeza que Portugal no se dignaría ya en sufragar sus prometedoras, pero inciertas ideas.

* * *


Un cordial saludo

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Mensaje  Admin Jue Mayo 27, 2010 4:22 pm

De nuevo, hay que felicitarte. Me ha gustado mucho el relato, sobre todo el vocabulario utilizado, muy adecuado a la época. Parece que tiene detrás un amplio trabajo de documentación (imagino que es el ejercicio que os mando Diana) y habrás tenido que recabar información, no solo histórica, sino también de navegación. El final esta fenómeno. Uno se imagina a Colón saliendo silencioso y pensativo, dispuesto a reunirse con los Reyes Católicos.

Si te parece bien, como hiciste con el primer relato, podías poner la contestación de la profe.

Un abrazo

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Mensaje  alherrero Vie Mayo 28, 2010 1:47 pm

Hola amigos

Este es el comentario de nuestra querida amiga la profe Diana:

"El cuento responde muy bien a lo sugerido, ya que se nutre todo él de la documentación y narra, de forma ficcionada, un hecho histórico, con la sorpresa final del nombre del Cabo. Muy llamativo es el título del cuento, que intriga y llama a leer, sin duda, el relato.

El lenguaje empleado se ajusta mucho a la época, y realmente nos parece estar escuchando a hombres del siglo XV hablando o narrando sus aventuras. Esto también es un logro importante del relato.

Para mejorarlo, lo que te propondría es darle más inmediatez. Fíjate que prácticamente todo el relato se narra en forma de resumen: el Capitán Dias resume, a viva voz, todo un viaje de meses de penurias. Nunca "vemos" una escena de lo que ocurre en ese viaje, ni oímos hablar a sus protagonistas. Además, sabemos que el viaje no terminó en desastre, ya que varios de los marinos están allí, hablando con el Rey, lo cual quiere decir que no naufragaron.

Te propondría re-escribir el relato de otra forma. Imagínatelo así: comenzar con una escena (recuerda que las escenas son esos momentos del relato en los que vemos cómo sucede todo segundo a segundo, como los primeros párrafos de tu relato) de la última tormenta, y ver cómo lo superan; después, una escena en la que veamos otro momento de la penuria posterior, con sus diálogos y elucubraciones por parte de los personajes; la tercera escena, en la que deciden que no pueden seguir adelante. Por último, la que ya tienes, la escena de la audiencia con el Rey, en la que, obviamente, no se volvería a contar toda la aventura, sólo se vería el principio y el final.

Las escenas no tienen que ser muy largas; pero basta que veamos a los marineros in situ, enfrentando esos peligros y tomando esas decisiones, para que nuestra emoción, como lectores, aumente y disfrutemos verdaderamente de toda la historia."




Un cordial saludo

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Mensaje  elisarmas Dom Jun 06, 2010 5:32 pm

Desde luego que te lo has currado. Mi opinión ahora, desde luego, está condicionada porque he leído los comentarios de Diana y creo que tiene razón, que quedaría muy bien que pudiésemos asistir a algunas escenas bien escogidas, el relato adquiriría mayor viveza. Tendrás que tener tiempo para ponerte a esa tarea, porque aquí hay material para un relato bastante largo o incluso una novela breve.
Es fin de curso y estoy muy liada, por eso estoy desaparecida, en vacaciones tendré más tiempo para las aficiones, un saludo a los dos.

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Mensaje  alherrero Dom Jun 06, 2010 7:51 pm

Muchas gracias por vuestros comentarios.

Tenéis razón en lo de incorporar escenas más directas. Lo que he pretendido (dado que es un curso) es experimentar a escribir la narración larga y detallada de un personaje creando sensaciones y que no fuera un monólogo pesado. Y me ha gustado escribirlo de esta forma porque en un texto más largo puede tener cabida una narración así.

De hecho mi idea cuando acabe con este curso de relatos, que junto con los anteriores que hice (microrrelatos, redacción y estilo y relato inicio), he ido aprendiendo y comprendiendo técnicas, estilos, lenguajes, etcétera, es intentar escribir un texto largo (no sé de cuantas páginas quizá 80 o quizá más, según). De momento, tengo las primeras sinopsis y estructuras y en verano empezaré el desarrollo de la estructura (capítulos, personajes, escenas, conflictos, y todo eso) para empezar a escribir en cuanto tenga un cierto orden y sentido. Puede ser divertido.

Ya veremos
Un saludo

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Relato enviado al curso nº2 Empty ¡Qué valiente!

Mensaje  elisarmas Dom Jun 06, 2010 8:12 pm

Yo me conformaría con escribir un par de cuentos largos más durante el verano, y seguir con los micros, a ver si soy capaz.

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