Nido de Avispas
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Relato 5

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Mensaje  alherrero Mar Jun 29, 2010 7:34 pm

A ver que os parece el relato enviado para el tema 5 del curso


Y las estrellas bailarán para ti

Llevaría cerca de una hora de pie, como petrificado, contemplando el desamparo de los allí reunidos. La gente se había ido marchando porque la tarde empezaba a dar paso al anochecer. Eché una ojeada a mi alrededor y ya no vi a nadie cerca. Me encontraba ausente bajo la vigilancia de un ciprés, lejos de mis habituales preocupaciones. Nunca me entusiasmaron los cementerios, la verdad. Claro que, ¿a quién le agradan? Supongo que a nadie. No obstante, la gente acude a ellos; imagino que porque tienen que recordar el pasado o porque piensan que se lo deben al difunto. Yo nunca había tenido esa necesidad. Hasta ahora.
¿Qué hacía yo en un lugar vacío de palabras y lleno de percepciones, observando aquellas dos tumbas? Trataba seguramente de entender por qué las personas viven, sufren y se atormentan sin que nadie les haga el mínimo caso. ¿Es así como se sintieron las dos personas que ahora descansaban juntas en esta tierra húmeda y marchita?
Probablemente.




Aquella mañana de Junio, a poco de llegar a mi mesa de trabajo, Cindy Latimer, la secretaria del departamento, comunicó conmigo para pasarme una llamada. Tenía una voz melosa en las primeras horas del día, luego se le iba haciendo más desabrida. Llevaba con nosotros un par de años y aunque era eficiente —nunca dejaba a un cliente sin atender aunque no estuviéramos disponible ningún agente comercial— no terminaba de cuajar. Probablemente pensaba que la compañía de seguros Cover Life —anticuada, pequeña y de pocas miras, según le oí decir en alguna ocasión— no era el sitio idóneo para sus pretensiones. Yo no sabía realmente cuáles eran sus pretensiones. Tampoco me importaban mucho. Por eso apenas le susurré un “está bien” para pedirle que me transfiriera la llamada.

—Matt Trends al aparato. ¿En qué puedo ayudarle?
La voz algo pastosa de una mujer me respondió con cierta timidez.
—Desearía suscribir un seguro de vida. ¿Puede usted hacerlo?
—Claro, señora. A eso nos dedicamos. Si lo prefiere puedo pasar por su casa y le cuento los detalles, ¿le parece? —Sin esperar respuesta continué—. Dígame la dirección.

Media hora después me presentaba en su residencia a las afueras de la ciudad, en la zona oeste. El asunto me sonó algo extraño, aunque no tenía razones para ello: al fin y al cabo sólo había escuchado una frase de esa mujer. Los tiempos no eran muy boyantes para el negocio, así que tenía que coger las oportunidades al vuelo. Vamos a por ello, me dije.

La casa, independiente, no era suntuosa pero respiraba comodidad y elegancia. A través de un sendero de piedra de pizarra llegué hasta la puerta. En los laterales había un pequeño jardín muy bien cuidado con rosales de imponentes rosas rojas a un lado y voluminosas azaleas al otro. Llamé a un timbre de botón que emitió una suave melodía muy agradable. Me abrió una mujer madura, calculé algo más de cincuenta, menuda, bien arreglada, un peinado recogido y un vestido verde menta de corte clásico, muy típico de entrevista importante, pensé. Al pasar por su lado, tras franquearme la entrada, noté un penetrante perfume a lilas. Me recordó a mi madre. En cuanto estuvimos acomodados en un ordenado saloncito, donde ya estaba preparado un café recién hecho, comenzó a plantearme sus deseos.

—Señor… Trends… ¿es correcto?
Asentí. A indicación de la dueña me preparé una taza de ese café. Muy oloroso, por cierto. ¿De qué clase sería? No se parecía en nada al que tomábamos todas las mañanas en Tommy’s antes de entrar a la oficina.

—Soy Louise Cogham —se presentó con esa voz queda y poco clara que escuché por teléfono—. Quisiera contratar un seguro de vida.
Una extraña simpatía se apoderó de mí al contemplar a aquella mujer tan delicada y creí mi deber advertirle ciertos pormenores.
—Verá usted. Estas pólizas van en función de la edad del asegurado. ¿Me entiende? —Esperé un instante a que me indicara algo pero se mantuvo impasible— Quiero decir que según los años que tenga el contratante, o sea, cuanto mayor sea uno, la prima irá ascendiendo en proporción, ¿sabe?

Ella se limitó a ofrecerme una media sonrisa, casi ingenua sonrisa, diría yo.
—¿Quiere que se lo detalle? —le pregunté sacando los papeles de mi cartera.

Sin decir nada se inclinó sobre la mesa, dándome a entender que prosiguiera. Apartó con sutileza la bandeja del café y dejó un hueco sobre el cual deposité el modelo de contrato con el que suelo soltar mi rollo de vendedor desesperado. En este caso no hizo falta: me dijo que ya podía ir rellenando los datos que hiciera falta. Volví a pensar que era un asunto poco usual. Accedí a sus deseos, claro está. Le solicité la edad. Cincuenta y tres, me dijo. ¿Y la cantidad a asegurar? También me la dijo: ciertamente importante. La miré interrogativamente con cierta incredulidad y ante la expresión de seguridad que mostró procedí.

—Ve usted. Aquí en esta tabla —le enseñé una hoja algo ajada—. Esta sería la prima a pagar. Es elevada, lo sé… es que la indemnización… Y eso contando con que su salud sea buena… Tenemos que formalizar un cuestionario médico, ¿sabe?

—Adelante, señor Trends —ordenó como si lo tuviera todo perfectamente estudiado de antemano.

A pesar de la sorpresa, no pude disimular unos deseos tremendos de cerrar una operación tan sustanciosa. Le pregunté entonces quienes serían los beneficiarios: ¿su marido? (me dijo que era viuda), ¿sus hijos, tal vez? (no tenía), entonces algún pariente, ¿verdad? (no, ninguno). ¿Y bien? Y me dio un nombre: Derek Sanders, y su dirección (vivía en el lado este de la ciudad). No entendía bien, pero mi norma siempre había sido que cualquiera era libre de beneficiar a quien le diera la gana; además, frente a mis ojos sólo contemplaba la comisión. La necesitaba, en serio. Finalmente, todo fue conforme y unos días más tarde se firmó el contrato.
Meses después, una gélida mañana de Diciembre, Cindy me pasó una llamada con su acostumbrada voz almibarada. A pesar de sus reticencias a nuestra mísera y rancia compañía aún seguía con nosotros. Debía de estarle costando encontrar ese sitio que mejor se ajustara a sus “aptitudes”. A priori suponía que sería una llamada improductiva más como tantas otras, pero poco después comprobaría que no sería una llamada normal.

—Matt Trends al aparato. ¿Qué puedo hacer por usted?
Con un tono apagado y ciertamente suplicante, un hombre me solicitaba la contratación de un seguro de vida. Nada raro hasta aquí. Como suelo hacer le pedí su dirección para entrevistarnos.

Un hombre demacrado, con el tono de piel lívido como si le hubiera sentado mal una comida, me abrió y me hizo pasar. Me identifiqué. La primera impresión al verle fue que parecía un hombre ciertamente mayor; luego, de cerca, mi sensación fue de que aún andaba lejos de los sesenta (tengo buen tino para calcular con precisión la edad de la gente).

La casa era amplia, aunque se notaba descuidada; no es que estuviera sucia, pero las cosas parecían estar colocadas sin mucho detenimiento, como a lo loco. Andaba con cierta desidia. Entramos en una especie de biblioteca. Me fijé en tres o cuatro fotos enmarcadas, colocadas sin orden en una estantería. En ellas aparecía un grupo de jóvenes vestidos de militar. Supuse que uno de ellos sería mi anfitrión. Nos acomodamos en dos antiguos sillones de terciopelo. Él se sentó con cautela como si no calibrase bien la distancia hasta el asiento. Presumí que este hombre no se encontraba en su mejor momento anímico y enseguida pensé que no parecía el mejor cliente para asegurarle la vida. Reconozco que esta profesión es un tanto macabra a veces, pero mi situación financiera me obligaba a indagar siempre cualquier oportunidad por pocas posibilidades de éxito que le augurase. Así que procedí.

—Me dijo por teléfono que tenía interés en suscribir una póliza de vida, ¿estoy en lo cierto?
Susurró una afirmación con un hilo de voz.

—Debe usted saber —le dije— que tendremos que hacerle un chequeo médico para comprobar su estado de salud. Aún así la cantidad a pagar en concepto de prima puede ser alta. ¿Entiende?

Confirmó con un leve movimiento de cabeza. Extraje los habituales papeles, las tablas de primas, el modelo de contrato y alguna hoja informativa que le ofrecí para leer mientras le preguntaba los datos básicos. Se llamaba Derek Sanders y tenía cincuenta y cinco años (ya supuse que tendría esa edad más o menos, pero su aspecto no lo refrendaba desde luego). A la hora de llegar a los beneficiarios, mis preguntas obtuvieron unas respuestas que me sonaron a ya escuchadas. Su mujer había fallecido cinco años atrás, no tenía hijos, ni quería poner a ningún pariente como beneficiario.

—¿Y entonces, a quién colocamos de beneficiario del seguro, señor Sanders?
Haciendo un mayor esfuerzo por subir el tono de voz, dijo:
—Louise Cogham.

¿Ese nombre…? Me sonaba pero son tantos los nombres que pasan por mis oídos… Intenté recordar pero no me venía a la cabeza en ese momento de qué podía conocer a tal persona. Lo dejé. Terminé de rellenar los formularios de la solicitud. No opuso ningún reparo al importe de la prima que había de pagar por la cantidad realmente elevada que deseaba asegurar.

—Todo está correcto —confirmó escuetamente al concluir de leer los datos completos que le presenté para que comprobase su exactitud.
Me despedí de él en el quicio de la puerta con una ligera sonrisa. No sabía si la sonrisa era por la lástima que me había causado durante la entrevista o por la sustanciosa comisión que me reportaría la operación en caso de que se cerrara; una vez en el interior del coche me reprendí severamente por este último pensamiento.
Días más tarde se firmó la póliza.




Tras haber corrido por aquel inmenso prado como cebras despavoridas que huyen del miedo a ser devoradas, a veces sin saber por quién, cayeron el uno al lado del otro, fatigados, extenuados, con la marca del temor y la desconfianza en sus rostros. Se miraron, se entendieron y se besaron largo rato. El anochecer en los vastos trigales les arropaba.

—¿No nos dejarán estar juntos, verdad? —preguntó una compungida Louise separando su pecosa cara de la de su joven amado.
—Tenemos que huir —aseveró con contundencia Derek, quien a sus diecinueve años ya había dado muestras de madurez y responsabilidad. Cada vez que su arrogante padre le había obligado a hacerse cargo de las tareas más sucias y esforzadas de la granja, él no había puesto ni un mal gesto de reticencia.
—¿A dónde? —quiso saber la pequeña Louise con poca esperanza de obtener una respuesta convincente. Ella, dos años menor que él, era la “princesa” (tal y como su padre solía llamarla) de una familia dueña de grandes propiedades de terrenos que querían apropiarse de muchas pequeñas granjas situadas a su alrededor, entre ellas la de los padres de Derek.
—A cualquier sitio, lejos. Donde podamos estar siempre unidos.
—¿Existe ese lugar, Derek?

Él elevó los ojos hacia el firmamento despejado mientras le pasaba un brazo tras la nuca.
—Claro que existe. A lo mejor tardamos en encontrarlo pero lo alcanzaremos.

Ella sonrió y miró también hacia el cielo.
—Será un lugar —prosiguió él— donde no tengamos que enfrentarnos con nuestro pasado, donde la libertad para sentirnos unidos sea lo único que necesitemos. Será un lugar donde el tiempo sólo pase si nosotros queremos que pase. Será un lugar donde podrás tocar tu pianola y, ¡mira allí arriba!… a tu compás las estrellas bailarán para ti… ¿Las ves? Ves cómo ya se están moviendo.

Ella arrimó el rostro al hombro de Derek y se dejó llevar por sus ensoñaciones. Pero de pronto se levantó como si un rayo hubiera caído a sus pies.

—¡¿Qué estamos diciendo?! —clamó la chiquilla con el ánimo exasperado—. Mi padre me va mandar la semana que viene a la ciudad. No tiene intención de que vuelva por aquí en mucho tiempo, ¿entiendes? Y tú… tú… tú no podrás impedir que tu padre te enrole en el ejército.

Derek abrazó a Louise y le susurró al oído:
—No nos separarán. Te lo juro. Buscaremos el modo de encontrarnos.

Dos semanas más tarde, Louise fue enviada al colegio de señoritas “High Mountains”, en un lugar apartado y solitario entre cumbres a más de sesenta millas de la ciudad. Derek, por su parte, comenzó una larga instrucción en la Academia de Paracaidistas del Estado. Era el lugar elegido por su padre para hacer más fuerte a su único hijo —eso argumentaba— y así poder enfrentarse a ese malnacido de Cogham que pretendía arrebatarle sus tierras.

La noche antes de la partida de Louise se encontraron en el cobertizo de Derek. Allí prometieron buscarse y estar juntos para el resto de sus vidas, costase lo que costase. Pero no se hizo realidad. Sus vidas caminaron por senderos dispares: Él fue enviado, tras unos meses de formación militar, a una misión especial en el cono sur americano (donde permaneció cerca de tres años) con grave disgusto de su padre por no poder evitarlo. A punto estuvo de pedírselo a Cogham, cuyas relaciones influyentes podían haber conseguido que Derek permaneciera en el país, pero el desmesurado orgullo no se lo permitió; ella salió cinco años después del afamado colegio para casarse con el apuesto y trasnochado hijo de un importante industrial de la ciudad, con el que no llegó a tener hijos porque después de la boda él mostró su agazapada predisposición homosexual.




Unos meses más tarde, me encontraba en mi despacho con los dos pies encima del escritorio, la corbata desabrochada y la frente sudorosa. El calor de aquel Julio estaba siendo especialmente sofocante. El negocio, francamente desolador en el último mes, hacía eternas las mañanas. Decidí salir a la calle e ir a Tommy’s a comer un sándwich de queso con una cerveza fría. Cuando regresé a la media hora divisé encima de la mesa un aviso de Emily, la secretaria del departamento, que debía de haber salido a almorzar. Qué bonita letra tiene esta chica, pensé antes de empezar a leer el papel. Recordé entonces a Cindy Latimer, que hacía dos meses que pidió el finiquito (por fin, debió encontrar el sitio adecuado para sus pretensiones en la vida). Por lo visto, la contrató como asistente personal un magnate del petróleo del corazón de Texas. A saber en qué consistiría esa asistencia personal. En fin, a mí me daba igual.

La nota hablaba de un cliente con una póliza de vida suscrita con la compañía. Parecía ser que había fallecido. Se llamaba Derek Sanders. Al lado del recado, Emily había dejado el expediente. Lo cogí y me senté en el sillón bufando y maldiciendo el tremendo bochorno. Observé la foto y enseguida me vino la imagen de aquel hombre algo decrépito.

—¡Vaya por Dios! —exclamé al comprobar la fecha—. Sólo seis meses han pasado. Ya me figuraba yo que no era un buen negocio.

Leí las circunstancias de la muerte. Aparente ataque al corazón. ¿Aparente? Estos médicos no son muy determinantes. Habrá que indagar un poco. La indemnización es demasiado alta. Los jefes van a pedir muchas explicaciones, me dije con evidente malestar sabiendo que eso supondría trabajo extra. Miré el apartado de los beneficiarios: Louise Cogham. Ese nombre era familiar. Busqué la dirección entre las hojas del contrato porque tendría que ir a visitarla para indicarle los pormenores de la póliza, en especial la cantidad que le correspondía si todo estaba en orden.

Cuando me encontré atravesando aquel jardín lleno de rosales con montones de rosas rojas, algo sedientas dicho sea de paso, recordé la casa y recordé a la inquilina. Sobre todo, recordé la sustanciosa póliza de vida que suscribió aquella mujer tímida y peculiar, vestida elegantemente, pero muy segura de sus intenciones. Ahora resultaba que era la beneficiaria del seguro del tal Derek Sanders. Y entonces recordé que él era a su vez el beneficiario del seguro de ella. ¡Qué curiosa coincidencia! ¿Qué sería lo que les unía?, me pregunté.

Tuve que insistir en el timbre de la puerta porque nadie abría. Un timbre que enseguida desgranó aquella delicada melodía que me atrajo la primera vez. No parecía haber nadie. Me acerqué a la casa de al lado. Una mujer se encontraba limpiando la puerta o al menos eso parecía.

—¿Sabe usted dónde puedo encontrar a su vecina?
—¿Se refiere a Louise?
—Sí, en efecto.
—¿Es que no lo sabe? ¿Es usted pariente?
—No, no soy pariente, señora. ¿Qué es lo que no sé?
—Louise murió hace una semana, señor, el día de la Independencia.
Me quedé helado. La mujer lo notó.
—Veo que le ha pillado de sorpresa.

Asentí y le pedí detalles. La vecina, que se presentó como Blanche, contó que sospechó que algo malo sucedía con Louise cuando después de dos días sin verla en el jardín llamó repetidamente a su puerta sin que le respondiera (lo cual era realmente raro pues apenas salía de casa). Se asustó muchísimo y optó por avisar a la policía. Un par de agentes accedieron a la vivienda, la registraron y encontraron a Louise reposando en su cama con una expresión sorprendentemente apacible. Un trozo de papel doblado por la mitad descansaba en la mesilla. Apenas unas palabras escritas: “Si algo me ocurriese avisen a Cover Life. Derek, siempre te quise. L.C.”.

Un ataque repentino de corazón fue el diagnóstico del médico forense. No parecía un diagnóstico muy lúcido a juzgar por las apariencias. Otra póliza a investigar. Más tarde, comprobaron que el ataque efectivamente fue inducido por una sustancia (no me quedé con el nombre) que encontraron en su cuerpo. O sea, que la muerte no fue natural. Vaya, esto quería decir que la compañía no tendría que pagar la indemnización. Después me di cuenta: ¿A quién iban a pagarla si el beneficiario, Derek Sanders, también había muerto? Y encima para colmo tampoco pagarían la de este hombre puesto que su beneficiaría, Louise Cogham, había fallecido igualmente. Claro que encima resultó que la muerte de Derek tampoco fue natural como yo suponía en un primer instante. ¿Qué significaba todo esto?

Esa tarde, en el local de Tommy, delante de mi tercera cerveza helada, estuve dándole vueltas: Los dos amantes (o lo que fueran) obviamente se conocían pero no tenían contacto en los tiempos actuales por lo visto. Entonces, ¿habían decidido suscribir ingenuamente una póliza de vida por una cantidad elevada, cuya prima pagaron religiosamente, para beneficiar al otro? ¿Y casi simultáneamente decidieron poner fin a sus vidas para que el otro cobrara la indemnización? Y ahora ninguno la iba a cobrar. No me lo podía creer.




Ahí estaban los dos, Derek y Louise, Louise y Derek, sus dos tumbas juntas, unidas, arropándose la una a la otra. Yo los contemplaba con cierto orgullo bajo la luz crepuscular.

La curiosa historia me había interesado tanto que no pude evitar averiguar por mi cuenta el pasado de los cándidos amantes. En ello pasé unas cuantas semanas. Así, después de conocer cómo la vida había sido desleal con su amor de juventud, creí mi deber juntarles aun después de muertos, como fue su deseo y su compromiso mutuo. No sin esfuerzos y con mucha insistencia (y algún que otro soborno) conseguí que trasladasen y colocasen ambas sepulturas juntas. Nadie de sus familias se opuso. Tampoco mostraron un interés excesivo.

Una mohosa neblina empezó a caer. Me recoloqué la gabardina. La historia de Derek y Louise me había llegado al corazón. Había muchos casos singulares en el mundo de los seguros de vida, pero nunca habría supuesto que algo así pudiera suceder.

—Aquí os dejo vuestra indemnización —comenté finalmente mientras colocaba una rosa roja uniendo ambas tumbas.
* * *


Un saludo

alherrero

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Mensaje  Admin Vie Jul 16, 2010 3:07 am

Me gusta la historia, sobre todo el suspense que hay desde el principio, que provoca que uno ande preguntándose mientras lee por qué se han hecho ambos un seguro de vida.

La parte en la que cuentas la historia de amor juvenil de los viejos yo la mostraría como si fuera un descubrimiento del asegurador, ya que creo que como está planteada ahora (algo así como un paréntesis en la historia) se rompe un poco el hilo principal del relato. Además, te ha quedado muy logrado el asegurador, el lector le coge cariño y puedes aprovecharlo más como narrador también en esta parte.

No me gusta que queden tantos interrogantes. Parece demasiada casualidad que los dos ancianos coincidan en adquirir un seguro de vida y se suiciden en las mismas fechas sin hablar ni ponerse de acuerdo. No sé tú cómo lo ves.

Bye Ángel y buen verano.

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Relato 5 Empty Gracias

Mensaje  alherrero Vie Jul 16, 2010 12:00 pm

Gracias por tus comentarios. Son bastante detallados

Debo decirte que ese paréntesis para explicar el origen de la historia, contado en tercera persona, también lo indicó Diana en sus comentarios, como que rompía el ritmo narrativo. Seguramente en un relato tan corto sea cierto y no proceda el cambio de narrador. Yo creo que en una narración más extensa puedes incorporar un capítulo que narre desde otro punto de vista ese origen de la historia. Aunque también el que el protagonista averigüe por sí mismo aquellas andanzas es una buena posibilidad (mediante cartas, o entrevistas con familiares o conocidos, etc.).

Creo que tienes razón en que falta reseñar algún motivo o circunstancia para que se dé la coincidencia en la decisión de tomar un seguro de vida simultáneamente para beneficiar al otro (simbólicamente con el dinero, pero realmente con el recuerdo)

A mí me parece una buena historia que puede tener un buen recorrido.

Gracias de nuevo por tus acertadas sugerencias.

Un abrazo
Feliz verano

alherrero

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